13 de marzo de 2015

Cuentos: Niños y Jóvenes

Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


La banca
de: Patricia Sanmigue


Matu no disfruta mucho estar en casa. Le abruma el ruido que en ella escucha. Su madre habla a gritos desde que se mudó con ellos la abuela, a quien apenas le funciona un oído. A su padre le gusta ver televisión a todo volumen. (Es terrible el escándalo que hace si está viendo fútbol.) Vicky, su hermana pequeña, sólo sabe pedir las cosas a base de lloriqueos y berrinches. Por ello, apenas termina de comer, Matu hace la tarea con grandes esfuerzos de concentración y corre al parque.
     El parque es su refugio. En especial una banca. Aquélla que está debajo de una gran sombra, escondida en medio de dos árboles frondosos. Ahí puede tranquilizarse. Perderse en sus pensamientos y, sobre todo, puede observar sin que lo adviertan. Es su mirador personal, silencioso y apacible. Ahí, diariamente, vigila a los otros niños, atiende a sus juegos y bromas.
    Aunque él sabe que estar en casa no es tan grave, sólo es ruidoso. Porque él, a sus nueve años, ya aprendió a escuchar los sonidos. A identificar los que hieren, los inofensivos, los gozosos.
   Un sonido que lastima es, por ejemplo, el llanto desesperado de aquel pequeño perdido, al que sin éxito trató de calmar. O el rechinar que escuchó al despegar el avión en el que se marchaba su primo preferido. O incluso el timbre incesante del celular de su padre cuando tiene demasiado trabajo.
     Matu sabe que hay sonidos muy tristes, como la canción que tararea la abuela todas las noches, creyendo que nadie la escucha, mientras se queda dormida abrazada a una foto. O la chillona sirena de una ambulancia que llevó al hospital a su hermana, mientras su madre lloraba.
     Matu también teme a los sonidos que pueden marcar el alma. Como los gritos de los padres que discuten frente a los hijos. Eso le sucedió en casa de Quique, su mejor amigo.
     Y aunque Matu aún no conoce todos los sonidos, prefiere algunos nunca escucharlos. Adivina que deben ser muy peligrosos, y dañinos, como el disparo de una pistola, o el estallido de una bomba.
     Por eso, él sólo necesita la banca para reconciliarse con sus seres queridos, para poner en orden sus ideas.
     Fue ahí donde descubrió que a pesar de lo aturdidora que puede resultar su familia, no la cambiaría por nada. Se sentiría incompleto si no conservara entre sus recuerdos: los alaridos de su padre mientras juegan luchitas en la cama, los apretujados y resonantes besos que le da su madre cada mañana, las divertidas pláticas de su hermana con su amigo imaginario... y sobre todo, siempre le resultará entrañable el dulce tararear nocturno de la abuela.



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Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


Todo empezó con los viajeros
de: Cecilia Magaña

Ellos estaban acostumbrados a recorrer caminos sin detenerse, porque entonces las distancias eran cortas. No había camino al que faltara una aldea donde reposar y comer un pedazo de pan recién horneado; un lugar para beber, un lugar donde decidir tranquilamnete qué dirección tomar después del descanso. Pero a algunos se les ocurrió salirse de los caminos e ir en busca de lo que no existía en los mapas.
       Y el mundo se hizo grande.
       Los pueblos distantes.
       Largos los caminos.
       Cansadas las rodillas.
    Sin embargo, los viajeros querían seguirse moviendo. Después de todo, ¿qué es una vida vivida en un solo sitio?
    Así que los viajeros siguieron recorriendo los caminos. Avanzaban sin detenerse por días y noches. Muchos llegaban a su destino con los ojos hundidos y las piernas temblorosas. Otros se desmayaban durante el recorrido, o los evaporaba la sed, los perdía el mareo, les consumía el llanto, sentían que no llegarían nunca.
     Afortunadamente, un viejo, de aquéllos a los que se les ocurrió salirse de los caminos, tuvo una idea. Colocar señales a mitad de la ruta, o donde fuera necesario, para que los viajeros se detuvieran a descansar. Y no sólo eso; también a pensar si querían seguir el sendero marcado o cambiar el rumbo. Pidió a los habitantes de su aldea que donaran las escobas con las que barrían la casa. Habló con los panaderos y los convenció de que le regalaran las charolas en las que horneaban el pan. Compró al tendero varios litros de pintura roja y poco menos de pintura blanca. Sus vecinos lo escucharon varios días trabajando con un martillo. Después alcanzaron a oler la pintura y lo vieron poner al sol, las viejas charolas, pintadas de rojo. Hubo quien se asomó por su ventana y pudo verlo concentrado, marcando letras blancas sobre las superficies coloradas.
     Cuando el viejo salió al camino, llevaba consigo una mochila cargada de letreros que sobresalían por encima de su cabeza. Todos hechos con palos de madera y redondos letreros rojos con la palabra ALTO. Por detrás de lo que antes eran las charolas, todavía podían verse las escobas usadas por los habitantes de su aldea. Tardó muchos días en volver. Alguno dijo que tardó meses; otros, años. El caso es que un día llegaron al pueblo noticias de su invento a través de los viajeros. Viajeros que ya no regresaban tan agotados y hablaban de señales. Letreros que les recordaron el sabor del pan y el polvo de casa. Advertencias que les hicieron reconsiderar sus fuerzas y les recordaron que, a veces, la espera también es buena.
     Mucho tiempo después, cuando los pueblos se volvieron ciudades y los zapatos cambiaron por ruedas, la gente los puso en las calles, cuando los caminos se cruzaban, en las esquinas donde los conductores olvidaban detenerse. Pero ya no recordaban la textura del migajón que se deshace en la boca. Ni el sonido de la escoba, cuando recorre la casa los lunes por la mañana. Ahora se parecen más a los bloques que forman el panal de las abejas, que aletean de prisa y no viven más que para el trabajo. Sin embargo, todavía existen. Aunque ya no sorprenden a nadie, y cada vez, como todo lo que se vuelve costumbre, les hacemos menos caso.

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Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


El monstruo de jengibre

de: Viviana Kuri


En el frutero de la cocina, escondido debajo de la fruta, vive un monstruo. Es arrugado, deforme, café y lleno de chichones. Es feo, da miedo.
     Entre las peras y las manzanas, en un rincón, detrás de los plátanos, vive el monstruo callado.
     Yo no quiero volver a entrar a la cocina, pero cuando tengo que hacerlo emparejo la puerta, me asomo con cuidado, miro al monstruo por la ranura y me aseguro de que siga quieto.
     Hoy me despertó la idea de que tal vez esté muerto. Quizá por eso no se mueve nunca, siempre a la sombra de las frutas jugosas.
     Decidí bajar descalzo, me armé de valor y entré a la cocina acompañado por Lolita, mi perra gris.
     Ataca Lola, ataca, le dije al entrar, pero Lola sólo movió la cola. Entonces, me asomé despacio al frutero azul y vio que el monstruo seguía tranquilo, pero... algo había cambiado: le faltaba un cacho y la piel que aparecía debajo de la correosa superficie era suave y lechosa ¡cómo si fuera un bebé!
     De pronto, mi mamá entró a la cocina:
            - ¿Me ayudas a hacer galletas?
            - Pásame la harina... el huevo, mantequilla, azúcar y... este trozo de jengibre que recién corté.
     "¡¿Trozo de jengibre?! ¡Es el muñón del monstruo! ¡Qué horror, se ha vuelto loca!"
     Asustado me acerqué a observar, llamé a Lola sin dejar de mirar a mamá mezclar todos los ingredientes... ¡junto con el pedazo de brazo del monstruo!
     Poco a poco, mamá dio forma a unos monitos. Con una brocha los llenó de huevo, los acomodó en filas sobre una charola, luego, los metió al horno y los encerró.
     Cuando el reloj de la cocina sonó, volvimos a entrar los tres.
            - Ya deben estar listas - dijo mamá acercándose al horno.
            - ¡No, no lo abras! ¡Va salir un monstruo gordo y esponjoso, cuidado...!
     Un olor dulce mmmmmmmmmm riiiico, llenó la cocina...
   Ay, ¿qué es eso?, ¡qué sorpresa!: dentro del ARDIENTE hoyo negro no había ninguna criatura espantosa.
     Y así, el monstruo se convirtió en el hombrecillo de jengibre y yo me lo comí.


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Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


Oropel

de: Martha Elena Aviña


A Rizos de Oro le duele la cabeza todos los días, le sobran motivos, ¡mira que cargar esos lingotes de oro todo el tiempo! Y... ¡no sólo eso! ¡Defender su cabello de tanta gente ambiciosa! ¡Cuidarlo de los ladrones!
  Sin embargo, para sus padres, aquella cabellera de oro es motivo de gran satisfacción: ¡No hay nada más hermoso que una chica tan rubia! ¡Sus cabellos brillan bajo los rayos del sol! ¡Qué hija tan linda nos ha regalado el cielo!
    Rizos de Oro escucha y pregunta, ¿por qué cada vez los demás hablan de mi cabello con tanta admiración, las punzadas en mi cabeza aumentan?
   Una tarde, cuando la jaqueca se hizo intolerable, Rizos de Oro salió en busca de su amigo, el sabio Monrot, a quien encontró sentado en el suelo de su pequeña cabaña.
          - ¿Son muy fuertes tus dolores de cabeza? - preguntó mientras examinaba los dorados lingotes?
              - Son tan fuertes, que ya no puedo más... a veces quiero arrancarlos de una vez por todas, pero sé que eso entristecería mucho a mis padres. Y no me atrevo...
               - Tal vez deberías comenzar por hablar con ellos, explicarles cómo te sientes, ellos te comprenderán.
     Rizos de Oro volvió a casa y, venciendo el temor, habló con sus padres.
                 - ¡Pamplinas! ¿Qué tus cabellos, tan lindos, te provocan jaqueca? Hija, hoy no es un día apropiado para decir esas cosas. ¿Acaso no recuerdas que vienen a conocerte los directivos de la Banca Internacional? Anda, arréglate bien para que luzcas muy hermosa en la reunión, pule bien tu cabello y... ¡Ni una palabra más!
     Durante la cena, los señores banqueros no dejaron de admirar la valiosa cabellera. Aún no terminaban el postre cuando sacaron un documento que su padre comenzó a leer.
                  - Estas cláusulas me parecen un poco extrañas.
                  - ¿Qué son cláusulas? - preguntó la joven.
     Un poco perturbado el señor banquero le explicó:
               - Son las disposiciones de nuestro contrato, lo que cada parte de la compra-venta está dispuesta a ofrecer para que todos nos beneficiemos. El contrato de compra-venta sobre tu cabello indica que pagaremos la suma de...
                  - ¡Contrato! ¿De compra-venta?
                - Al banco le interesa poseer esos lingotes de oro... El único requisito para los vendedores, que son ustedes, es que nos los entreguen para depositarlos en nuestra caja fuerte... ¡con su portadora...! Y estamos dispuestos a otorgar la fabulosa suma de...
                   - ¡Me quieren comprar! - gritó, indignada, Rizos de Oro.
             -  Hija - intervino su padre -, debemos escuchar primero; tal vez la oferta asegure para siempre tu futuro económico...
               - Mmmm, la chica es ambiciosa... - dijo uno de los banqueros pensando que Rizos de Oro fingía para obtener más dinero -. Bien, estamos dispuestos a doblar la cantidad si se firma el contrato en este momento.
     Luego de borrar números en el contrato y agregar la nueva cantidad, el gran banquero anunció con voz potente:
                   - ¡El banco le ofrece por tan preciada mercancía...!
     Rizos de Oro ni siquiera escuchó a cuánto ascendía la suma... El dolor de cabeza era insoportable, estaba aturdida. Al parecer sus padres aceptaron el trato... Sin fuerzas, se dejó llevar hacia una elegante limusina que se desplazó con rapidez hasta el banco. Sintiendo que la cabeza le estallaba, caminó por los helados pasillos; observó cómo abrían una gran puerta de acero. Finalmente, se dejó encerrar en la caja fuerte de mayor seguridad.
     La mañana siguiente fue un día sin sol, no sólo en aquella jaula que no tenía ventanas; sino en la que fuera su casa. Por la tarde, sus padres, abatidos, se sentaron a la mesa. ¡Qué insípida estaba la comida sin ella! Así pasó el sábado, luego el domingo...
     El lunes, día señalado para recibir el dinero de los banqueros, alguien llamó a la puerta muy temprano. Era Monrot. Platicaron toda la mañana... El reloj de la sala dio la una. ¡Apenas había tiempo!
   Al llegar, se encontraron con los representantes bancarios, que ya los esperaban. Subieron juntos hasta la caja fuerte en donde había estado guardada la niña y abrieron los siete cerrojos que la protegían. Cuando su madre se acercó para abrazarla, murmuró a su oído: Esta mañana vino a vernos el señor Monrot... Su padre, con rápidos movimientos, sacó de su portafolio unas tijeras que Monrot les había dado.
                - Son mágicas, aquello que cortan adquiere el poder de transformarse...
     Al primer corte, el fuerte dolor de cabeza comenzó a ceder. Fueron suficientes tres tijeretazos...
     Los banqueros, espantados, se abalanzaron sobre el oro que cayó a los pies de la niña. Ella y sus padres salieron corriendo de aquel lugar.
     En la oscuridad de la caja fuerte, tres hombres miraron cómo, aquel oro, se convertía poco a poco en largos mechones de cabello.

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Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


Los cangrejos rumberos

de: Michelle L. Hardy


Esta es la historia de una familia de cangrejos que disfrutaban mucho cantar y bailar. Papá cangrejo se llamaba Tequeño y tocaba la tambora, mamá cangrejo se llamaba Arepa y tocaba la charrasca. Tequeño y Arepa tenían una hija llamada Cotufa que tocaba las maracas.
     ¿Dónde crees que vivía la familia de cangrejos rumberos? ¿En un casa? ¡No! Vivían en un castillo de arena, un castillo que ellos mismos habían construido. Durante los fines de semana, el castillo se iluminaba y recibía a todos los amigos de la familia rumbera para hacer unas fiestas divertidísimas, que duraban hasta muy tarde en la noche.
     Un día, mientras la familia rumbera estaba paseando sobre unas rocas, una gran ola destruyó su hogar. Cuando vieron lo que había sucedido, les dio muchísima rabia, desesperación, tristeza. ¡Tanto trabajo construirla! ¡Tanto esfuerzo! ¿Dónde iban a vivir ahora? Tenían que pensar rápidamente qué hacer.
     - Debemos irnos a otra playa a construir otro castillo. Aquí es peligroso hacerlo de nuevo - dijo Arepa.
       - ¡Pero aquí viven nuestros amigos! - replicó Cotufa.
       - ¡No sabemos si en otra playa encontraremos comida! - protestó Tequeño.
    Sin embargo, después de hablar sobre el asunto, decidieron aceptar la idea de Arepa, y se marcharon llevándose sus instrumentos musicales. La playa a la que llegaron era preciosa: tenía arena blanca y agua transparente. Descansaron un poco, luego, se dispusieron a construir su castillo.
      - ¡Qué interesante trabajar con esta arena! - dijo Tequeño.
      - Sí, es más fácil de moldear que la otra que había donde vivíamos antes - dijo Arepa.
    Terminaron su castillo y ellos mismos se sorprendieron de lo bonito que había quedado. En la noche cantaron, bailaron y tocaron música. Pero el ritmo que salía de sus instrumentos era diferente: la música y su baile eran ahora lentos, pues añoraban su antigua playa. Al día siguiente, se acercaron unos pequeños caracoles que llevaban su casa encima.
      - ¿Qué es eso? - preguntó uno de ellos a Cotufa, mientras señalaba el castillo de arena.
      - Es nuestro hogar, allí vivimos. ¿Quieres entrar?
      - No, gracias. No acostumbro entrar a casa de extraños - dijo él, y se alejó.
    Un día, mientras estaban dentro del castillo, sopló un viento muy fuerte. Los tres se abrazaron con sus tenazas, sin soltar las maracas, la charrasca y la tambora. El viento se calmó, y aunque se dieron cuenta de que su hogar había sido destrozado de nuevo, comenzaron a saltar y gritar: "¡Estamos vivos, estamos vivos!" Tequeño, Arepa y Cotufa bailaron, cantaron y tocaron sus instrumentos con la misma alegría con la que lo hacían cuando vivían en su antigua playa. Luego, les venció el cansancio, y aunque seguían contentos, comenzaron a pensar qué iban a hacer ahora que, de nuevo, se habían quedado sin hogar.
      - Iremos a otra playa a construir otro castillo - dijo Tequeño -, no quiero volver a pasar por esto.
    Arepa y Cotufa estaban de acuerdo, así que decidieron irse en busca de otra playa. Tras caminar mucho, llegaron a un sitio lleno de palmeras en las que vivían unos monos muy alegres: se la pasaban contando chistes y comiendo plátanos. Les dieron la bienvenida a los cangrejos, y cuando vieron que traían instrumentos musicales, les hicieron prometer que los invitarían a la primera fiesta que hicieran.
    La familia cangrejo se puso a construir su castillo de nuevo, pero esta vez lo hicieron muy grande, para que sus nuevos amigos cupieran en él. Cuando estuvo terminado, hicieron una fiesta a la que asistieron los monos. Entre los chistes de éstos y la música de los cangrejos, todos la pasaron maravillosamente.
    Los cangrejos se entretenían en compañía de los simpáticos monos. Pero una tarde, mientras estaban afuera buscando comida, uno de los monos cayó, justo encima del castillo, mientras se lanzaba de una liana a otra. El mono estaba muy preocupado, pues no había sido su intención destruirles el hogar a los cangrejos, así que trató de construirles otro nuevo, pero... no pudo. No sabía cómo hacerlo. Cuando la familia rumbera volvió, el mono se deshacía en disculpas, ellos miraron el desastre, tristes, pero resignados. Comprendían que no había sido culpa del mono. Sin embargo, el accidente les hizo darse cuenta de que aunque se llevara muy bien con ellos, no era seguro vivir justo debajo de sus árboles.
    Los cangrejos se entristecieron al saber que se tenían que mudar otra vez, los monos les caían muy bien. Los monos también se entristecieron porque se habían encariñado mucho con los cangrejos. Así que la familia rumbera se fue una vez más en busca de otra playa en la cual construir su hogar. Cargados con instrumentos, llegaron hasta un lugar donde vivían muchos cangrejos parecidos a ellos, pero casi no había espacio para construir un castillo, la playa era muy pequeña.
      - ¿Qué tal si esta vez hacemos un castillo chiquitito? - preguntó Cotufa - ya me estoy cansando de construir castillos.
    A sus papás, les pareció muy buena idea. Cuando el nuevo hogar estuvo listo, una extraña familia vino a visitarlos.
      - Somos sus vecinos, si necesitan algo estamos a la orden - dijo un cangrejo muy parecido a ellos, y luego se presentó: - Me llamo Pozole, y me encanta tocar el violín. 
Lo acompañaba una gran araña. 
         - Yo me llamo Jícama - dijo ella con una sonrisa - y toco la trompeta.
        - Y yo me llamo Chilito - dijo un cangrejito negro que Jícama llevaba en brazos - ¡y toco la guitarra!
     Los cangrejos rumberos estaban sorprendidos. No conocían los instrumentos musicales de sus vecinos. Por otro lado, nunca habían visto una araña de verdad. Les habían dicho que eran muy peligrosas, pero esta señora araña no lo parecía, era muy simpática.
     Esa noche, la familia rumbera y sus nuevos vecinos se reunieron en unas rocas cercanas. Pozole, Jícama y Chilito mostraron sus intrumentos; Tequeño, Arepa y Cotufa les enseñaron a sus nuevos vecinos cómo bailar y tocar los suyos.
     No se sabe qué pasó con la familia rumbera después de ese día. Si tuvieron que mudarse de nuevo, o si se quedaron allí para siempre. No se sabe si vieron a sus antiguos amigos otra vez, o si continuaron dando fiestas. Pero lo que sí se sabe es que esa noche, con sus vecinos, rieron, bailaron, cantaron y tocaron sus instrumentos musicales con gran emoción... y se sintieron inmensamente felices.

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Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


Carta de protesta

de: Patricia Sanmigue

En esta casa, DOS: es demasiado.
     Yo, antes de él, estaba ¡¡EXCELENTE!!
     Los problemas comenzaron cuando él apareció.
     ¿Alguien tiene idea de lo que representa ser desplazado?
¡Por la llegada de un intruso!
     El que, por cierto, no pedí que estuviera en mi vida.
    Sí, repito, antes: ¡TODO ESTABA MUY BIEN! A partir de su presencia las cosas fueron MUUUY diferentes.
     Mis padres cambiaron en cuanto me convertí en el "hermano mayor".
     Porque de ser el REY de la casa, me volví el CULPABLE de TOOODDDOOO.
     Y de verdad, las cosas no son como parecen.
   Es increíble que por ser el "chiquito" exista un sinfín de excusas para disculparlo, mientras a mí me reclaman por cualquier detalle.
    ¿Suena justo?
  Vamos, si el niño llora, en automático te preguntan: ¿qué le hiciste a tu hermano? (Cuando, en realidad, uno llega hasta ignorar su presencia).
    Y resulta que este era el problema: "Tu hermanito quiere jugar contigo, hazle caso".
    ¿Dónde dice que por ser el mayor debemos ser los niñeros de nuestros hermanos?
    Vamos... en cuanto descubren su poder estos "monstruos diminutos" hacen de las suyas. Porque sin deberla ni temerla te atacan, ¡y luego ponen su carita de yo ni fui!
    Y lo peor: ¡A ellos sí les creen!
   Entonces, sabiendo que cuentan con esta ventaja, te muerden, te pellizcan, jalan los pelos o lo que se les ocurra. Y si uno se defiende, entonces: ¡te castigan!
    ¿Debo dejar que me lastime? Ya tengo tatuada su dentadura. 
    El problema es que al "chiquito" hasta hoy no le dicen ¡NADA!
    ¿Y qué tal cuando tú quieres lanzarte a correr, trepar y saltar?
    "No hagas eso, tu hermano va a querer hacer lo mismo y puede lastimarse".
    ¡¿Y?! Pues que no me copie. Alguna ventaja debería tener yo, ¿no creen?
    A partir de su "grata" compañía debo frenar mis inquietudes y ser más tranquilo.
    ¡Ah! Porque también esa, resulta que me nombraron, no se cuándo ni por qué razón, el "ejemplo de mi hermano".
    Pero... a mí me suena eso a demasiada responsabilidad.
    Apenas yo estoy aprendiendo.
    Y no se diga si "al nene" se le ocurre hacer una gracia en la mesa.
    Es motivo para hacer pausa, ponerle absoluta atención, reírse de lo que a mí me parece a veces hasta tonto, y ¡aplaudirle! (Debo confesar que hay días en que dudo pertenecer a esta familia).
     Y cuando, al fin, ya me toca contar algo, entonces mis padres me piden que lo dejemos para luego.
     De verdad, eso de ser el hermano mayor no es divertido.
    Además, tener que compartir hasta tu juguete preferido, sin importar que te lo rompan, pues tampoco me parece que esté bien.
    Ya sé que no sabe lo que hace, "está pequeño" pero... ¡Vamos!
    Sin embargo, debo admitir que al verlo siento algo extraño. Como que se me confunden las ideas.
    No lo puedo negar, hay días en que sí me resulta tierno, y llega a tener sus ratos bastante divertidos. En especial cuando estamos solos.
    Pero, definitivamente, no lo soporto cuando todos los besos y arrumacos son para él.
    ¿Debo estar panzón y regordete para que se les antoje quererme?
    De verdad, vivo en un conflicto.
  Admito que "el bicho" es simpático, sobre todo cuando me abraza y pronuncia mi nombre. Medio mal, pero me gusta como suena.
  Lo malo es cuando aparecen mis padres y yo dejo de ser importante, quisiera desaparecerlo.
    ¡En fin!
    Tengo que irme. Prometí al enano enseñarle a jugar fútbol en el jardín.
    Sí, ya sé lo que dije antes, pero vamos, hay que admitirlo, resulta bastante gracioso el "pequeño" y puede llegar a robarte el corazón, al menos sí el mío... ¿o la mitad del mío?


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Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009


Alicia sin sueño...

de: Cecilia Magaña

Mi nombre es Alicia, soy una niña sin sueños. Sí, así sin sueños. Sin sueños desde que me acuerdo. Y eso estaba bien. Hasta que Felipe me hizo pensar que tal vez esto en realidad es un problema.
     Durante el recreo Felipe me platicó lo que había soñado por la noche:
     - Estaba en un lugar muy alto, ¡a punto de caerme...! Entonces pedí un deseo: tener un par de alas. ¿Y qué crees? Me salieron alas y pasé volando toda la noche... ¿Tú, qué soñaste?
     - Nada.
     - ¿Cómo nada?
     - Sí, nada.
     - ¿Nada, nada?
     - Soñé negro.
     - Bueno, pero... ¿has soñado algo?
     - No.
     - ¿Nunca?
     - Jamás.
     - ¿Siempre sueñas negro?
     - Sólo negro.
     Esa es la manera más fácil de explicar lo que me sucede cuando duermo: veo todo negro. Como el agujero del conejo... un largo túnel que se acababa hasta que es hora de despertar, entonces llega mi mamá a hacerme cosquillas en los pies.
     - ¿Y no te gustaría soñar?- insistió Felipe.
     - Sí... pero, ¿cómo le hago?
     Felipe me contó lo que hace al acostarse, después de que su mamá le da el beso en la frente y apaga la luz:
     - Repito tres veces, en voz baja y despacito: "quiero volar, quiero volar, quiero volar". Cierro los ojos y me imagino volando. En mi cabeza sigo diciendo: "quiero volar, quiero volar, quiero volar". Y ya, sueño que vuelo.
     Aquella tarde pensé mucho en lo que quería soñar por primera vez. Cuando mamá cerró la puerta de mi cuarto empecé a decir en voz baja y despacito:
     - "Quiero ir a una isla de piratas... quiero ir a una isla de piratas..."
     La imaginé completita: con su montaña en forma de calavera y muchos árboles de plátano. Adentro de la cueva había un hombre calvo que me esperaba. Yo caminaba sin calcetines sobre la arena.
     - "Quiero ir a una isla de piratas".
     Y el hombre calvo tenía una pata de palo y un parche en el ojo. Sólo que no era negro, era rojo. Y tenía un diente de oro que brillaba desde dentro de la cueva.
     - "Quiero ir a una isla de piratas".
    Pero de pronto todo se hizo negro. Todo fue oscuro, oscuro, sin dientes de oro, ni nada.
     - Buenos días, ¿cómo durmió la princesa?
     - Mal...
     Sabía que tenía que explicarle, porque las mamás no se quedan tranquilas con ese tipo de respuestas.
     - Mamá, ¿tú cómo le haces para soñar?
     - ¿Para soñar?
     - Sí. ¿Haces algo especial?
     Ella parpadeó rápido y dijo:
     - No. La verdad es que no sueño... creo. O nunca me acuerdo de lo que sueño. ¿Por qué, Alicia?
     Me quedé con la boca abierta: ¡ella tampoco sueña!
     - Sueñas todo negro...
     - Algo así, sí... ¿por qué, princesa?
     No le contesté... En mi cabeza sonaba la voz de mi maestra: "Algunos niños son güeros porque sus papás son güeros o tienen güero en su familia. Otros tienen los ojos oscuros o los pies pequeños porque así los tienen su papá, o su mamá, o su abuelita. Uno hereda cosas de su familia... digamos que te las dan al nacer..."
     Así que mi mamá me había heredado la falta de sueños. Igual que el pelo chino y los ojos cafés.
     - ¿Pasa algo, Alicia?
     - No, nada...
     Me levanté rápido y fui al baño a arreglarme. No quería que se diera cuenta de que estaba enojada con ella, ¡era su culpa!, lo había heredado de mamá. Y mientras lavaba mi cara para ir a la escuela esa mañana pensé: "si algunas personas chinas se alacian el pelo, si otras se ponen lentes de colores, ¿no se podrá hacer algo para soñar?
     Y se me ocurrió algo. En mi cabeza hice una lista de personas: papá, abuelita, tía Aurora, mi prima Selene, mi maestra y el señor de la tienda. Decidí que cada día iba a preguntarle a uno de ellos cuál era su fórmula para soñar. Alguna tenía que funcionar.
     PAPÁ
     - Leo algún libro que me gusta, cuando siento que mis ojos se están cerrando, lo dejo en mi buró y lo termino en el sueño.
     ABUELITA
     - Me tomo un té caliente, puede ser de cualquier sabor, al ponerle azúcar imagino los ingredientes que quiero para mis sueños, y lo revuelvo muy bien.
     TÍA
     - Escribo en un papelito lo que quiero soñar y lo pongo debajo de la almohada.
     SELENE
     - Duermo con el duende que me hizo mi mamá: es un duende de los sueños.
     MAESTRA
     - Recuerdo algo que me haya gustado mucho. Algo que haya hecho o una persona con la que estuve. Me acuesto con el deseo de volver. Y vuelvo.
     EL TENDERO
     - Platico con mi esposa antes de dormir y a veces sueño con lo que platicamos. Otras veces, si dejé algo sin hacer, lo hago en sueños.
     Por fin tenía, no una receta, sino varias, así que...: Leí la mitad de la Isla del Tesoro. Tomé té de tila endulzado con miel. Escribí todo lo que había en mi isla y como no pasó nada, escribí también viajes a la luna y el sueño favorito de Felipe: volar por la ciudad.
     Conseguí que tía Aurora me hiciera un duende de los sueños y lo abracé todas las noches. Me acordé de cuando fuimos al zoológico en mi cumpleaños y comimos palomitas. Papá, mamá y yo. Cerré los ojos para ver al oso polar nadando en su alberca.
    No hice la tarea en una semana completa. Quería soñarme, aunque fuera haciendo multiplicaciones, o ¡mejor!: construyendo una maqueta, el desierto con un oasis verdoso donde los camellos se metían a nadar.
     De todas las fórmulas para soñar que había investigado, sólo me quedaba platicar con mi mamá. Me costó mucho trabajo decidirme, porque seguía enojada con ella.
     A la hora de dormir, ella me arropó y antes de que saliera la llamé:
     - Mamá... no te vayas, platícame algo.
     - ¿Un cuento?
     - Lo que quieras.
     Se sentó junto a mí.
     - Esta era una vez una niña que estaba de muy mal humor. ¿Tú sabes por qué?
     - Porque era defectuosa y no tenía sueños...
     - Probó pociones y hechizos, pero nada le hizo efecto.
     Guardé silencio. Quería desaparecer debajo de las colchas.
     - Imaginaba grandes aventuras para soñar por las noches. Inventaba lugares y personajes. Historias maravillosas con las que cualquier otra persona se hubiera divertido. Pero nadie pudo escucharla diciendo en voz alta todo eso que deseaba para sus sueños.
     Apreté los ojos para no llorar y ella siguió:
     - Tal vez si alguien se hubiera dado cuento, le podría haber dicho que no había razón para estar tan triste y enojada, porque ¿sabes algo? Ella ya soñaba. Soñaba todos los días, y soñaba mejores sueños que los de cualquiera: sólo que ella los soñaba despierta.
     - ¿Cómo su mamá?
     - Así es, Alicia, como su mamá.
     Mi nombre es Alicia y ella es mi mamá. Ni ella ni yo tenemos sueño, pero estamos soñando.


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